Aún no tocaba el verde, por lo que me detuve atrás del camión que también esperaba. El autobús iba lleno de pasajeros, algunos sacaban la mano por la ventana. Una mano hizo una seña a la anciana que pedía limosna en la esquina. Antes de llegar a la ventana, el pasajero que la llamaba aventó las monedas al piso.
– ¡Qué hijo de puta! – pensé. Ella podía alcanzar a recibir la limosna en la mano si ambos se estiraban un poco… tal vez no. Pero me pareció un acto de desdén, quizá sin intención. No me gustó la escena.
La señora se agachó con esfuerzo a recoger las tres monedas en el pavimento.
A continuación se dirigió a mi ventana. Casi nunca doy limosnas porque creo que no resuelve el problema, prefiero ayudar de otras formas. Aún así, no puedo evitar sentirme mal al decirle que no podía darle dinero.
– Disculpe, no puedo. Le dije.
– ¡Qué hijo de puta! Tal vez pensó la señora.
Es cuestión de perspectivas…
– ¡Qué hijo de puta! – pensé. Ella podía alcanzar a recibir la limosna en la mano si ambos se estiraban un poco… tal vez no. Pero me pareció un acto de desdén, quizá sin intención. No me gustó la escena.
La señora se agachó con esfuerzo a recoger las tres monedas en el pavimento.
A continuación se dirigió a mi ventana. Casi nunca doy limosnas porque creo que no resuelve el problema, prefiero ayudar de otras formas. Aún así, no puedo evitar sentirme mal al decirle que no podía darle dinero.
– Disculpe, no puedo. Le dije.
– ¡Qué hijo de puta! Tal vez pensó la señora.
Es cuestión de perspectivas…