"Imagino perfectamente cómo sabía conducir a una muchacha
hasta sentirse seguro de que ella iba a sacrificarlo todo por él. Y cuando
lo había conseguido, cortaba de plano.
Todo esto, sin que él, por su parte, hubiese demostrado el menor
acercamiento, sin que aludiese al amor en ninguna de sus palabras, sin
una declaración o siquiera una promesa. Pero, sin embargo, todo había
ocurrido; y la desgraciada, al darse cuenta, sentía una doble amargura,
puesto que nada le podía reclamar, o se veía lanzada, en una loca zarabanda,
a los más opuestos estados de ánimo. A veces le dirigía reproches,
para otras reprocharse a sí misma, pero, como en realidad nada
había existido, debía preguntarse a sí misma si no era todo producto de
su imaginación. Tampoco le quedaba el recurso de confiarse a alguien,
pues, objetivamente, nada tenía que confiar.
A otras personas se les puede contar un sueño, pero la muchacha
en cuestión podía haber contado algo que no era un sueño, sino una
amarga realidad, pese a lo cual, cuando deseaba desahogar un poco su
angustiado corazón, todo volvía a desaparecer. De eso, las interesadas
debían dolerse mucho, pero mejor que nadie hubieran podido formarse
una idea clara del caso, aunque sintieran pesar sobre sí mismas su
carga apremiante.
Por tal causa, las víctimas que él causaba era de un tipo muy especial:
no pasaban a engrosar el número de desdichadas que la sociedad
condena al ostracismo; en ellas no se advertía ningún cambio
visible; vivían en la relación habitual de siempre; respetadas en el
círculo de los conocidos, como siempre; y, sin embargo, estaban sufriendo
un profundo cambio, en una forma que a ellas les resultaba
muy oscura y para los demás totalmente incomprensible. Su vida no
estaba rota, como la de las otras seducidas; tan sólo, habían sido doblegadas
y vencidas dentro de sí mismas; por idas para los demás, intentaban
inútilmente volverse a encontrar.
Así como podía decirse que recorría el camino de la vida sin dejar
huellas, tampoco dejaba materialmente víctimas por vivir en un tono
demasiado espiritual para un seductor tal como vulgarmente se concibe.
En ocasiones, sin embargo, asumía un cuerpo "paraestático" y,
entonces, era pura sensualidad. El mismo amor que por Cordelia sentía
estaba tan lleno de complicaciones, que a causa de ellas parecía ser él
el seducido; e incluso la propia Cordelia podía sentir la duda en su alma, pues en este caso no supo hacer tan inseguras sus huellas que
resultara imposible toda comprobación. Para él, los seres humanos no
eran más que un estímulo, un acicate; una vez conseguido lo deseado,
se desprendía de ellos lo mismo que los árboles dejan caer sus frondosos
ropajes; él se rejuvenecía mientras las míseras hojas marchitaban.
Sin embargo, en su mente, ¿qué aspecto debió adquirir todo esto?
Con toda seguridad, quien induce al error a los demás, debe caer también
en este mismo error. Cuando algún viajero extraviado pregunta
por el camino a seguir, es muy reprobable indicarle un rumbo falso y
luego dejarle marchar solo, pero carece de importancia si se compara
con el daño que se hace a quien se impulsa a perder por las rutas de su
alma. Al viajero extraviado le queda, por lo menos, el consuelo del
paisaje, que le rodea, casi siempre variado, y la esperanza de que a
cada recodo encuentre el buen camino; pero quien se desorienta en su
Yo íntimo, queda recluido en un espacio muy angosto y en seguida
vuelve a encontrarse en el punto del que partió y va recorriendo sin
solución de continuidad un laberinto del que comprende que no podrá
salir. Imagino que también esto debió ocurrirle a él, pero de forma
mucho más terrible.
No puedo imaginar una tortura mayor que la congoja de una inteligencia
intrigante que de repente pierde su hilo conductor y que, cuando
su conciencia despierta y trata de salir del laberinto, vuelve contra sí
mismo toda su penetración cerebral. Le resultan inútiles todas las salidas
de su cueva de zorro: cuando cree alcanzar la luz del día, se da
cuenta de que se halla delante de una nueva entrada y, como una fiera
despavorida, en la desgarradora desesperación que le acomete, trata de
nuevo de salir, pero de nuevo sólo encuentra entradas que lo conducen
de nuevo a sí mismo.
Un hombre así no comete crímenes, porque a menudo le engaña
su propia superchería, pero recibe un castigo mucho más terrible que
un verdadero delincuente; pues, en realidad, ¿qué es el dolor de la
expiación si se compara con esta consecuente locura?
El castigo, para él, tendrá un carácter puramente estético: un despertar
resulta demasiado ético, según su modo de pensar. La conciencia se le aparece tan sólo bajo la forma de un conocimiento más elevado,
que se expresa como una inquietud; y ni siquiera puede decirse que
le acuse con toda propiedad, sino que le mantiene despierto y, al inquietarle,
le priva de todo reposo. No puede admitirse que sea un demente:
la diversidad de sus pensamientos no está fosilizada en la
eternidad de la locura.
También a la pobre Cordelia le resultaba muy difícil encontrar la
paz. Ella, ciertamente, le perdona de corazón, pero carece de paz pues
la duda renace en su alma: fue ella quien quiso romper el compromiso,
con lo que provocó su propia desdicha, ya que su orgullo necesitaba
algo insólito.
Luego viene el arrepentimiento, pero ni siquiera en esto encuentra
la paz, pues en ese instante precisamente, otra voz en su conciencia le
dice que ella no ha tenido culpa alguna: fue él mismo quien le puso con
gran astucia ese propósito en el alma. De este modo nace el odio y su
corazón se aligera al maldecir, pero no recobra la paz, ya que la conciencia
le dirige nuevos reproches; se increpa a sí misma por odiarle y
se censura por haber sido culpable, incluso engañada.
Al engañarla, él cometió una falta muy grave, pero peor aún fue
el desarrollarla estéticamente de modo que ella no puede prestar oído a
una sola voz con sumisión por mucho tiempo y, en cambio, sí puede
escuchar más y más reclamos.
Cuando en su alma se despiertan los recuerdos, ella olvida pecado
y culpa, para evocar sólo los instantes de felicidad, dejándose embriagar
por una exaltación que nada tiene de particular.
En esos lapsos, ella no se acuerda tan sólo de sí misma, sino que
logra comprenderle a él con mucha claridad; esto demuestra la poderosa
influencia creadora que sobre ella ejerció, que en él nada afectuoso
encuentra, pero tampoco ve en él al ser noble; tan sólo lo percibe estéticamente."
Soren Kierkegaard. Diario de un seductor
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