jueves, 8 de enero de 2015

Dios y el Estado (fragmentos)

"Proclamar como divino todo lo que se halla grande, justo, noble, bello en la humanidad, es reconocer, implícitamente, que la humanidad habría sido incapaz por sí misma de producirlo; lo que equivale a decir que abandonada a sí misma su propia naturaleza es miserable, inicua, vil y fea. Henos aquí vueltos a la esencia de toda religión, es decir a la denigración de la humanidad para mayor gloria de la divinidad. Y desde el momento que son admitidas la inferioridad natural del hombre y su incapacidad profunda para elevarse por sí, fuera de toda inspiración divina, hasta las ideas justas y verdaderas, se hace necesario admitir también todas las consecuencias ideológicas, políticas y sociales de las religiones positivas. Desde el momento que dios, el ser perfecto y supremo, se pone frente a la humanidad, los intermediarios divinos, los elegidos, los inspirados de dios salen de la tierra para ilustrar, para dirigir y para gobernar en su nombre a la especie humana." (M. Bakunin, 1882) ).



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"Un cuerpo científico al cual se haya confiado el gobierno de la sociedad, acabará pronto por no ocuparse absolutamente nada de la ciencia, sino de un asunto distinto; y ese asunto, el de todos los poderes establecidos, será el de eternizarse haciendo que la sociedad confiada a sus cuidados se vuelva cada vez más estúpida, y por consecuencia más necesitada de su gobierno y de su dirección.

Pero lo que es verdad para las academias científicas es verdad igualmente para todas las asambleas constituyentes y legislativas, aunque hayan salido del sufragio universal. Éste puede renovar su composición, es verdad, lo que no impide que se forme en algunos años un cuerpo de políticos, privilegiados de hecho, no de derecho, y que, al dedicarse exclusivamente a la dirección de los asuntos públicos de un país, acaban por formar una especie de aristocracia o de oligarquía política. Ved si no los Estados Unidos de América y Suiza.

Por tanto, nada de legislación exterior y de legislación interior, pues por otra parte una es inseparable de la otra, y ambas tienden al sometimiento de la sociedad y al embrutecimiento de los legisladores mismos.

¿Se desprende de esto que rechazo toda autoridad? Lejos de mí ese pensamiento. Cuando se trata de zapatos, prefiero la autoridad del zapatero; si se trata de una casa, de un canal o de un ferrocarril, consulto la del arquitecto o del ingeniero. Para esta o la otra ciencia especial me dirijo a tal o cual sabio. Pero no dejo que se impongan a mí ni el zapatero, ni el arquitecto ni el sabio, les escucho libremente y con todo el respeto que merecen su inteligencia, su carácter, su saber, pero me reservo mi derecho incontestable de critica y de control. No me contento con consultar una sola autoridad especialista, consulto a varias; comparo sus opiniones y elijo la que me parece más justa. Pero no reconozco autoridad infalible, ni aun en las cuestiones especiales; por consiguiente, no obstante el respeto que pueda tener hacia la honestidad y la sinceridad de tal o cual individuo, no tengo fe absoluta en nadie. Una fe semejante sería fatal a mi razón, a mi libertad y al éxito mismo de mis empresas; me transformaría inmediatamente en un esclavo estúpido y en un instrumento de la voluntad y de los intereses ajenos.

Si me inclino ante la autoridad de los especialistas y si me declaro dispuesto a seguir, en una cierta medida y durante todo el tiempo que me parezca necesario, sus indicaciones y aun su dirección, es porque esa autoridad no me es impuesta por nadie, ni por los hombres ni por dios. De otro modo la rechazaría con horror y enviaría al diablo sus consejos, su dirección y su ciencia, seguro de que me harían pagar con la pérdida de mi libertad y de mi dignidad los fragmentos de verdad humana, envueltos en muchas mentiras, que podrían darme.

Me inclino ante la autoridad de los hombres especiales porque me es impuesta por la propia razón. Tengo conciencia de no poder abarcar en todos sus detalles y en sus desenvolvimientos positivos más que una pequeña parte de la ciencia humana. La más grande inteligencia no podría abarcar el todo. De donde resulta para la ciencia tanto como para la industria, la necesidad de la división y de la asociación del trabajo. Yo recibo y doy, tal es la vida humana. Cada uno es autoridad dirigente y cada uno es dirigido a su vez. Por tanto no hay autoridad fija y constante, sino un cambio continuo de autoridad y de subordinación mutuas, pasajeras y sobre todo voluntarias.

Esa misma razón me impide, pues, reconocer una autoridad fija, constante y universal, porque no hay hombre universal, hombre que sea capaz de abarcar en esa riqueza de detalles (sin la cual la aplicación de la ciencia a la vida no es posible), todas las ciencias, todas las ramas de la vida social. Y si una tal universalidad pudiera realizarse en un solo hombre, y quisiera prevalerse de ella para imponernos su autoridad, habría que expulsar a ese hombre de la sociedad, porque su autoridad reduciría inevitablemente a todos los demás a la esclavitud y a la imbecilidad. No pienso que la sociedad deba maltratar a los hombres de genio como ha hecho hasta el presente. Pero no pienso tampoco que deba engordarlos demasiado, ni concederles sobre todo privilegios o derechos exclusivos de ninguna especie; y esto por tres razones: primero, porque sucedería a menudo que se tomaría a un charlatán por un hombre de genio; luego, porque, por ese sistema de privilegios, podría transformar en un charlatán a un hombre de genio, desmoralizarlo y embrutecerlo, y en fin, porque se haría uno un déspota.

Resumo. Nosotros reconocemos, pues, la autoridad absoluta de la ciencia, porque la ciencia no tiene otro objeto que la reproducción mental, reflexiva y todo lo sistemática que sea posible, de las leyes naturales inherentes a la vida tanto material como intelectual y moral del mundo físico y del mundo social; esos dos mundos no constituyen en realidad más que un solo y mismo mundo natural. Fuera de esa autoridad, la única legítima, porque es racional y está conforme a la naturaleza humana, declaramos que todas las demás son mentirosas, arbitrarias, despóticas y funestas.

Reconocemos la autoridad absoluta de la ciencia, pero rechazamos la infalibilidad y la universalidad de los representantes de la ciencia. En nuestra iglesia –séame permitido servirme un momento de esta expresión que por otra parte detesto; la iglesia y el Estado son mis dos bestias negras–, en nuestra iglesia, como en la iglesia protestante, nosotros tenemos un jefe, un Cristo invisible, la ciencia; y como los protestantes, más consecuentes aún que los protestantes, no queremos sufrir ni papas ni concilios, ni cónclaves de cardenales infalibles, ni obispos, ni siquiera sacerdotes. Nuestro Cristo se distingue del Cristo protestante y cristiano en que este último es un ser personal, y el nuestro es impersonal; el Cristo cristiano, realizado ya en un pasado eterno, se presenta como un ser perfecto, mientras que la realización y el perfeccionamiento de nuestro Cristo, de la ciencia, están siempre en el porvenir: lo que equivale a decir que no se realizarán jamás.

No reconociendo la autoridad absoluta más que de la ciencia absoluta, no comprometemos de ningún modo nuestra libertad.

Entiendo por las palabras “ciencia absoluta”, la ciencia verdaderamente universal que reproduciría idealmente el universo, en toda su extensión y en todos sus detalles infinitos, el sistema o la coordinación de todas las leyes naturales que se manifiestan en el desenvolvimiento incesante de los mundos. Es evidente que esta ciencia, objeto sublime de todos los esfuerzos del espíritu humano, no se realizará nunca en su plenitud absoluta. Nuestro Cristo quedará, pues, eternamente inacabado, lo cual debe rebajar mucho el orgullo de sus representantes patentados entre nosotros. Contra ese dios hijo, en nombre del cual pretendería imponernos su autoridad insolente y pedantesca, apelaremos al dios padre, que es el mundo real, la vida real de lo cual él no es más que la expresión demasiado imperfecta y de quien nosotros somos los representantes inmediatos, los seres reales, que viven, trabajan, combaten, aman, aspiran, gozan y sufren.

Pero aun rechazando la autoridad absoluta, universal e infalible de los hombres de ciencia, nos inclinamos voluntariamente ante la autoridad respetable, pero relativa, muy pasajera, muy restringida, de los representantes de las ciencias especiales, no exigiendo nada mejor que consultarlos en cada caso, y muy reconocidos por las indicaciones preciosas que quieran darnos, a condición de que ellos quieran recibirlas de nosotros sobre cosas y en ocasiones en que somos más sabios que ellos; y en general, no pedimos nada mejor que ver a los hombres dotados de un gran saber, de una gran experiencia, de un gran espíritu y de un gran corazón sobre todo, ejercer sobre nosotros una influencia natural y legítima, libremente aceptada, y nunca impuesta en nombre de alguna autoridad oficial cualquiera que sea, terrestre o celeste. Aceptamos todas las autoridades naturales, y todas las influencias de hecho, ninguna de derecho; porque toda autoridad o toda influencia de derecho, y como tal oficialmente impuesta, al convertirse pronto en una opresión y en una mentira, nos impondría infaliblemente, como creo haberlo demostrado suficientemente, la esclavitud y el absurdo.

En una palabra, rechazamos toda legislación, toda autoridad y toda influencia privilegiadas, patentadas, oficiales y legales, aunque salgan del sufragio universal, convencidos de que no podrán actuar sino en provecho de una minoría dominadora y explotadora, contra los intereses de la inmensa mayoría sometida.

He aquí en qué sentido somos realmente anarquistas." (M. Bakunin, 1882).



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